El crédito tiene una fuerte correlación con el crecimiento económico y su dinámica depende mucho de la posición en que se encuentra el ciclo económico: cuando la actividad económica se mueve hacia el pico del ciclo, las autoridades reguladoras/supervisoras prefieren medidas que pongan freno a la fuerte expansión del crédito para evitar tomas de riesgos excesivos, y en etapas de ciclo recesivo son los propios bancos los que prefieren frenar la expansión crediticia para evitar deterioros mayores propios de entornos de incertidumbre. En ambos casos, la razón básica es no comprometer recursos de terceros y mantener balances sanos.
La intermediación bancaria puede hacer crecer a la economía en la medida que atiende la demanda de proyectos de inversión con precios y cantidades adecuadas; pero también puede destruir riqueza y muchos patrimonios si la gestión de riesgos es laxa y la toma de decisiones es altamente especulativa. Un ejemplo claro es la Crisis Financiera Internacional de 2008-2009 (para abreviar en adelante diremos la Crisis de 2009).
En la actualidad no estamos viviendo una crisis financiera sino una recesión mundial de oferta y demanda agregadas a consecuencia de la crisis sanitaria por el COVID-19. En esta crisis, El Salvador ha sido uno de los países más afectados de América Latina, de acuerdo a las perspectivas económicas publicadas por el FMI en octubre recién pasado.
Las consecuencias de una fuerte caída en el PIB son varias: mayor desempleo, caída de ingresos, menos consumo, reprogramación de inversiones, reducción de ventas y de utilidades, deterioro de las finanzas públicas, etc. La cadena de eventos puede prolongarse dependiendo de nuevas olas de la pandemia, y de la disponibilidad y acceso a la vacuna.
En ese contexto, de ciclo recesivo, el crédito ha comenzado a desacelerarse. Esto implica que los bancos están actuando de manera conservadora frente al riesgo, monitorean de manera más detallada el comportamiento de sus clientes actuales y son más selectivos con los nuevos clientes. Entonces, algunas preguntas que deben hacerse son las siguientes: ¿de cuánto será el incremento en la morosidad?; ¿qué pasará con los clientes que caigan en mora?; ¿están preparados los bancos para una prolongación de la etapa recesiva?; ¿cuándo comenzarán a crecer más los créditos?; ¿en qué dirección irán las tasas de interés?
Debe recordarse que El Salvador, al igual que la mayoría de países, tomó medidas temporales para enfrentar la pandemia. En el caso del mercado financiero, las medidas han llevado a aliviar la carga financiera de los clientes de los bancos (igual en otros mercados como el de las compañías telefónicas, distribuidoras de energía eléctrica, y otras). Aun cuando los clientes no han estado pagando sus compromisos financieros, ello no ha afectado su record crediticio, por lo que los bancos tampoco han registrado un aumento de la morosidad. Pero, cuando finalicen las medidas financieras temporales y la relación banco-cliente vuelva a la normalidad, todos aquellos problemas de desempleo y reducción de ingresos se revelarán y será entonces que se sabrá el verdadero impacto financiero del COVID-19.
Ciertamente los bancos se han venido preparando para la gestión de la Cartera COVID-19. En las estadísticas que divulga la Superintendencia del Sistema Financiero se observa que los bancos tienen más liquidez, el crédito se ha desacelerado, la rentabilidad ha caído y existe un aumento importante en las provisiones voluntarias por cartera morosa. Si bien el índice de morosidad que se tiene a octubre de 2020 es uno de los más bajos de los últimos diez años, los bancos estarían considerando que éste aumentará y por ello han generado importantes provisiones frente a la probabilidad de deterioro de la capacidad de pago de sus clientes, provocada por la pandemia.
No obstante, el resto de indicadores están mostrando que el sistema bancario mantiene su solvencia y liquidez, y en general que están bien preparados para mantener la estabilidad financiera. Al igual que en la Crisis de 2009, el sistema bancario del país tendrá que gestionar los riesgos para preservar la confianza de sus depositantes.
Los indicadores que se muestran en los siguientes Gráficos, en el contexto del COVID-19, dan algunas señales importantes de los impactos que las instituciones bancarias ya pueden estar recibiendo en la intermediación bancaria al mes de octubre.
En los gráficos se advierte que la dinámica de expansión de la cartera crediticia se ha desacelerado; después de haber crecido en 5.9% en marzo, se tiene en octubre un crecimiento de 2.4%. No obstante que el índice de morosidad del sistema bancario es bastante bajo (1.48% del saldo de la cartera de préstamos, a octubre de 2020), los bancos han constituidos más reservas voluntarias de las exigidas en la normativa, llegando a 201.3% a octubre de 2020. Por otra parte, los bancos han hecho un esfuerzo importante por reducir sus gastos operativos en relación a la generación de utilidades, habiendo bajado el índice a 60.3%, siendo el más bajo desde diciembre de 2016. Pero, las condiciones de mercado están afectando la rentabilidad sobre patrimonio, pues en seis meses ha bajado de 9.86% a 7.48% (de marzo a octubre del presente año).
Cada crisis tiene sus propias características en un entorno de negocios que es cambiante y que depende de los desarrollos de mercado y de la incidencia de las políticas públicas. Por ejemplo, en la Crisis de 2009 El Salvador tenía un mayor espacio fiscal que no comprometía la sostenibilidad de la deuda, en el mercado bancario operaban otros actores de calibre mundial (Citi, HSBC, Scotiabank), la participación de mercado de la banca estatal era mucho más baja y recién se habían iniciado proyectos de inclusión financiera.
En cambio en 2020 tenemos condiciones diferentes a las de aquella crisis. Ahora tenemos que la banca tiene accionistas mayoritarios que conocen mejor el mercado salvadoreño, la digitalización de operaciones financieras se ha acelerado y se han generado mejoras importantes en la regulación macroprudencial. Pero también tenemos un nivel de deuda pública histórico, calificación de riesgo soberano con perspectiva negativa, impactos recesivos por desastres naturales y desacuerdos entre los órganos de Estado que dificultan la gobernabilidad.
En ese sentido, debe entenderse la importancia de mantener la estabilidad del sistema financiero en una economía que no tiene política monetaria. La recuperación económica necesita un sistema financiero estable, con adecuados niveles de liquidez y solvencia, y un mecanismo eficiente de asignación de precios y cantidades conforme una gestión de riesgos óptima a las condiciones del entorno de negocios. Por otra parte, se requiere de una banca de desarrollo, financiera y técnicamente fortalecida, para atender sectores tradicionalmente considerados de mayor riesgo pero con fuertes incidencias en el empleo y el medio ambiente, y en la atención de proyectos viables temporalmente afectados por la pandemia y los desastres naturales.
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